Archivos Mensuales: noviembre 2012


Hubo un tiempo en que escribí poesía… creo que para estar entre 9 a 15 años, mi estilo era bastante aceptable. Y hoy haciendo limpieza, encontré este poema pequeñito que salió de la primera vez que me rompieron el corazón… en un intento vano de consolarme sola imaginariamente.

HASTA LA GLORIA

Hoy que entre tus brazos lento muero
al correr el torrente de mi sangre,
que mirando a tus ojos desespero
pues no pude mi amor dejar de amarte,
quisiera decir en mi agonía:
eres tú el amor que había ocultado,
más que caso gastar mis energías
en decir lo que años he callado.
Mejor dejar mi vida entre tus brazos
y llevarme el recuerdo en la memoria,
y llevarme el cariño de este abrazo
donde siento llegar: ¡Hasta la gloria!

Sucedió por la mañana…

Como cada amanecer despertamos los tres en el mismo lugar, con el mismo hambre de todos los días, sin poder salir de estas cuatro paredes que enclaustran nuestras ya olvidadas intenciones de experimentar algo distinto, hurgando entre las piedras bajo nosotros tal vez por instinto de encontrar algo que comer y subsistir, o tal vez absortos en la rutina; con la mente en blanco, actuando por mecanismos que nos mueven sin sentido alguno, intentando distraernos de la realidad y hasta tal vez, buscando algo que ya olvidamos que existía.

En ocasiones nos empujamos los unos a los otros, en una lucha de poder y posesión de este lugar al que ya no tenemos conciencia de haber llegado alguna vez, en el cual recordamos estar desde hace tanto y que día tras día parece resignarnos a llamarlo hogar.

Y como cada mañana la vemos llegar; y al igual que siempre nos atesta el pánico y el instinto nos da razones para alborotados, tratar de huir en un espacio en el que sólo logramos chocar los unos con los otros, escapando hacia ningún destino, mientras ella se aproxima con su paso tranquilo y ceremonioso.

La criatura es grande, de un volumen mucho mayor que el nuestro, siempre cambiante. Se acerca con su voz sonora y nos menciona cosas que no entiendo; toma entre sus manos un frasco rojo, lo abre y toma una pisca de algo parecido a hojuelas de colores, se inclina sobre nosotros encorvando su larga espalda y  deja caer aquello que a causa del hambre no nos interesa reconocer, sólo tragamos.

Aquel ser nos observa, nos analiza y como cada mañana, después de saciar nuestra hambre, da unos cuantos golpes a las paredes, cierra el frasco rojo que siempre trae consigo y nos deja para volver hasta el siguiente día, en que esperaremos ansiosos y temerosos su regreso, dentro de esta pecera.

Una tarde en la plaza.

“¡Yo soy la resurrección de Cristo!” Proclamó desde las alturas de la antena repetidora aquel incansable hombre, haciendo ademanes con increíble aspaviento

“¡Y moriré para salvarles a todos!”

Para entonces, ya había una cantidad inmensurable de espectadores que veían estupefactos y en mutismo el melodrama.

Ejercían un agresivo dominio del área: policías, noticieros y bomberos; tratando de convencerle de bajar al piso llano, para después calzarle una camisa de fuerza y hospitalizarlo sin siquiera estimar el escuchar su utópico proverbio de paz.

“¡Salta aquí!”, gritaban en un alarido simultáneamente policías y bomberos, que habían instalado un grueso colchón de aire, donde esperanzados planeaban cayera el seudo salvador, para proteger su cuerpo de la brutal caída.

“¡Insensatos!”, gritó aquel mesías al ver el modo inconsciente y descabellado, con que en sus aires de superioridad truncaban su místico objetivo.

Subiendo por la escalerilla de la torre, un bombero con instintos heroicos, se disponía  a sujetarle para evitarle el estúpido crimen que iba a cometer al suicidarse, pero el errado nazareno tenía una misión concreta que cumplir, así que inducido por la iluminación tal vez imaginaria digna de su estirpe, dio unos pasos a su costado para evitar su compleja salvación y saltó precipitándose al suelo, quedando como un Cristo roto y cumpliendo un milagro que nadie había pedido.

La entonces fervorosa muchedumbre, los cuerpos de auxilio y los reporteros, sustituyeron su rostro de incredulidad a la osadía de un redentor sarniento, por una mueca afligida de remordimiento.

En pocos minutos se habría restablecido el orden y limpiado la escena. En pocos días la noticia se habría sepultado en polvo, pero en las personas que estuvimos ahí, quiero creer que debe haber habido algún tipo de transmutación que durará el resto de nuestra vida, que compensará el sacrificio de un Jesús que no quisimos escuchar, que nos permita coexistir en esta nuestra invención del mundo.

Por mi parte aún sigo retraído en la pregunta: ¿Qué clase de padre manda una y otra vez a sus hijos a morir, para salvar a una multitud que no se lo merece?